Es siete de diciembre, son las seis y media de la tarde, y la Navidad anuncia su llegada a Bogotá con un atardecer rojizo que tiñe el cielo y refleja la vida de esta ciudad nacida del agua —de sus ríos y humedales—. Una ciudad que es casa, refugio y encuentro; el lugar donde vuelve a sentirse el latido del corazón de Colombia.
El sol se despide sobre la línea del horizonte y da paso a la luna, que se acomoda en el cielo estrellado mientras las luces navideñas comienzan a brillar en cada barrio y localidad. Ciudadanos, visitantes, niños, jóvenes y adultos mayores llenan las calles y el transporte público, ansiosos por llegar a casa. La noche los llama al encuentro: con la familia, los amigos y los vecinos. Es la noche de las velitas, esa que anuncia la llegada de la luz y la esperanza a Bogotá.
En una de esas cientos de casas, en el tradicional barrio La Candelaria, vive Cielo, una niña de trece años, junto a su gato Copo. Asomados a la ventana, esperan con emoción la llegada de su mamá y sus hermanos para cocinar la dulce natilla y los buñuelos de siempre.
—“¡Ya quiero pedir mis siete deseos!” —grita Cielo, impaciente.
Cada año, pide tres cosas: un juguete para ella, que su gato Copo le dure más de siete vidas, que sepa volar, y —como le enseñó su abuela Clarita— un deseo para alguien que lo necesite.
Al otro lado de la ciudad, en Tunjuelito, vive Marcelo, un niño inventor y músico de doce años. Está triste porque esta noche no podrá estar con sus papás: su mamá es enfermera y su papá, guarda de seguridad. Ambos deben trabajar toda la jornada.
Lo anima saber que su tía Margarita y sus primos Candelaria y Rolo llegarán pronto. Con ellos ha encendido las velitas cada año y ha escrito cartas a los Ángeles de la Navidad, una tradición que heredaron del abuelo Martín, quien siempre decía que “los deseos escritos desde el corazón son los que se hacen realidad”.
Para alegrarlo, sus primos y la tía Margarita —una bailarina retirada y cómplice de todas sus aventuras— deciden convocar a los niños y vecinos de la cuadra para hacer una gran comparsa. Cada uno aporta algo: don Victorino, el mejor panadero de la localidad, ofrece buñuelos para todos; Ana, la modista, presta las máscaras que está creando para el tradicional desfile de comparsas de Navidad; y doña Isabel, yerbatera y cocinera, prepara un enorme sancocho para compartir.
Mientras tanto, Marcelo, acostado en su cama, escribe su carta a los Ángeles:
“Quiero viajar hasta donde están mis papás y que esta noche sea como las de antes.”
Casi al mismo tiempo, en su casa de La Candelaria, Cielo también cierra los ojos y pide su séptimo deseo de velitas:
“Alegra y cumple los anhelos de todos los niños que no tengan cómo celebrar ni estén con su familia.”
En la cuadra de Marcelo, la música suena, el olor a sancocho y buñuelos invade el aire, y las risas se mezclan con el ritmo de la comparsa.
Marcelo, curioso, abre la puerta y pregunta:—“¿Qué es todo esto?”
—“¡Sorpresa!” —responden todos entre risas, disfrazados con los atuendos improvisados de Ana.
Lo que ve es un carnaval de barrio. Conmovido, Marcelo abraza a su tía Margarita, disfrazada de pájara bailarina.
¡Disfruta! Todos somos tu familia, y queremos que nunca olvides esta noche.”
Entre risas y canciones, llega la medianoche. Marcelo se siente feliz, pero en su corazón aún habita la nostalgia: ¿qué estarán haciendo mis papás ahora mismo?
Cae la madrugada y Bogotá sigue celebrando.
Cielo, Marcelo, sus primos y el gato Copo caen rendidos, soñando con los deseos que escribieron.
Entonces, la luna brilla con una intensidad distinta. Su luz envuelve la ciudad y la magia comienza: los juguetes, los disfraces, la música… todo se eleva.
Cielo abre los ojos. Frente a su ventana se ha detenido un carruaje luminoso con forma de su gato Copo. Dentro hay regalos y, en lo alto, un alce toca unas maracas.
—“¿Quieres manejar?” —le pregunta.
—“¿Quién eres?” —responde asombrada.
—“Soy Paco, el alce y ángel de la Navidad. En realidad, somos muchos.”
A su alrededor aparecen nuevos amigos:
Aurelio, el conejo del rock; Pablo, pandereta, que nunca se quita su casco y ama los villancicos; Antonia, la tortuga deportista que recorre los cielos patinando; y, por supuesto, un sonriente Papá Noel, guardián de las tradiciones y que esta noche acompaña la misión.
—“Pediste cumplir los sueños de quienes no podían celebrar. ¡Tu deseo se hizo realidad! Ven, vamos a cumplir más sueños de Navidad.”
Incrédula pero emocionada, Cielo sube al Copocarruaje. Al tocar la magia, su cabello se alarga y ella misma se transforma en un ángel de la Navidad.
Paco le explica que su primer destino será Tunjuelito: deben cumplir el deseo de un niño llamado Marcelo.
Recorren Bogotá y vuelan sobre la Plaza de Bolívar, la Plaza Cultural La Santamaría y el Parque Metropolitano El Tunal, donde finalmente aterrizan.
Cielo despierta a Marcelo y lo invita a unirse a la aventura.
—“Soy Cielo, y vengo con los Ángeles de la Navidad. ¡Vamos a ver a tus papás!.”
Rolo, que escucha la conversación, despierta y dice:
—“¡Esperen! Llevemos nuestros instrumentos, necesitaremos música para el camino.”
Y así, el saxofón y el violín también suben al carruaje.
Durante el viaje, se unen más vecinos: la tía Margarita, don Victorino convertido en un simpático chef ratón, y otros personajes del barrio.
Bogotá brilla bajo ellos como un manto de pequeñas luces. En cada rincón hay risas, abrazos y música: la ciudad entera parece flotar.
Finalmente, llegan al hospital de Suba. Donde trabajan los padres de Marcelo, quienes ven llegar el gran carruaje y no pueden creerlo….corren a abrazar a Marcelo.
Entre lágrimas, descubren que esta noche de velitas fue hecha por todos, para su hijo… y también para ellos. Esa noche, Bogotá se volvió una gran familia: una ciudad donde los sueños se cumplen, la cultura, el orgullo por lo que somos se convierte en el regalo más grande de todos.