Soy Luis Guillermo Vallejo, tengo 43 años y soy de Bogotá. Crecí en la ciudad de Manizales, ciudad en la que viví mi infancia y adolescencia de manera normal.
Estudiaba como cualquier niño de mi edad, pero cuando casi pensaba que estaría libre de probar la droga (como la mayoría de los jóvenes), me fui a vivir a Villavicencio y fue allí donde tuve mi primer contacto con las drogas a los 18 años de edad.
Caí en prisión durante 10 años por errores cometidos en la vida, Al salir, regresé a Bogotá, a mi núcleo familiar, pero sin poderme alejar del consumo de drogas. En prisión, el consumo aumentaba cada día.
Cuando regresé a la capital, empecé a trabajar en un expendio de drogas ubicado en el centro de Bogotá, en esas que conocemos como “ollas”. Quedaba en la carrera 11 con calle 22. Allí me desempeñaba como taquillero, es decir, era vendedor de drogas en un edificio de cinco pisos, todos libres de consumo.
Tras un operativo hecho por la Sijín en ese lugar, que terminó en el cierre del expendio, me vi obligado a desplazarme a otros lugares de consumo en el centro de la ciudad. Ya no tenía el mismo poder de cuando era expendedor y no me quedó más que trabajar en el reciclaje y otras actividades para poder solventar mi consumo. Durante este tiempo pasé de ser un adicto crónico a un adicto crónico compulsivo. Empecé a habitar la calle.
Es en ese periodo de mi vida cuando empecé a frecuentar el Bronx o la mal llamada L.
¿Por qué frecuentaba tanto el Bronx? Porque las dosis que allí se vendían eran más económicas que en las “ollas” del centro. Además, era un lugar que me absorbía, era como un imán que atraía a miles de personas, no solo por el consumo de drogas sino por todo lo que allí se movía.
Es duro decirlo, pero es la realidad. Me enamoré del Bronx. Aumenté mi consumo. Con lo que compraba una dosis en el centro, compraba dos dosis en el Bronx. Más cantidad y más calidad.
Me alejé de mi núcleo familiar compuesto por mi madre y dos hermanos. Soy el segundo de los tres. Mi hermana es la mayor, ellos son profesionales; mi hermana es financista y mi hermano contador público. Mi madre es chef internacional, pero yo me perdí.
Me interné de lleno en el Bronx y lo habité por cinco años. Me interné y me desconecté de mis amigos positivos, de esos que no tienen nada que ver con el mundo de las drogas. A mí ya no me preocupaba mi bienestar, mi prioridad número uno era el consumo, el consumo crónico compulsivo que me llevó a desentenderme de mis hijos, mi familia y amigos.
“En el Bronx comprar comida era casi un pecado”
Hay una historia que me marcó mucho cuando habité en el Bronx. Todos los jueves, a las 4 de la tarde, nos daban una sopa de menudencias. Recuerdo que se armaban unas filas impresionantes, pues como ustedes sabrán no comíamos mucho dentro del Bronx: la droga te quita el apetito.
Y si algún día sentía hambre, prefería no comer, porque o comía o me drogaba. La sopa de los jueves era la manera de mitigar el hambre puesto que, en vida de consumo, si comprábamos comida nos quedábamos sin la dosis. Había dos ‘ganchos’ que, de manera generosa, hacían esta obra de caridad sagradamente.
Uno de esos jueves hice la fila para recibir la sopa. Me senté en el andén a tomar tan agradable alimento junto a otros habitantes del Bronx, como yo en ese entonces. Empecé a tomarme la sopa gustosamente cuando de repente vi en mi plato una falange de un dedo, exactamente del dedo meñique, de alguna de las tantas personas que entraban pero jamás salían de la L.
En ese instante, vi que había un ‘saya’ parado al lado mío. Lo volteé a mirar, también volteé a ver al parcero que estaba a mi lado, quien seguramente se dio cuenta de lo que había en mi plato. Los dos, asustados, intentamos que nadie se diera cuenta. Sin embargo, el ‘saya’ nos dijo: ¡qué rica la sopa!, si quieren más pueden hacer la fila otra vez.
Tan asustado estaba que solo pude responderle que sí. Pero tan pronto me levanté del andén, supuestamente camino a hacer la fila, salí por la parte de abajo del Bronx, por la carrera novena, por donde estaba el basurero. Cuando llegué a la esquina de la novena, corrí tan rápido como alma que lleva el diablo, sin mirar atrás. Solo descansé cuando llegué a la Plaza España.
Allí me senté, tomé aire, pues venía muy agitado. Me drogué. Hice un profundo silencio. En ese momento, en ese silencio, y después de drogarme, comprendí el nombre de la famosa cena: Sopa de sorpresas.