En este colegio oficial de Bogotá se habla arhuaco por cuenta de Caribia. Una joven indígena de 14 años que llegó de la Sierra Nevada a estudiar a Bogotá desde hace un año. Adaptarse no ha sido fácil, pero algo es claro: en este proceso, no es la única que ha aprendido cosas nuevas.
“Azizano”, que en lengua arhuaca significa “¿cómo está?”, es la palabra que Caribia Izquierdo escucha de niñas y niños del colegio Manuela Beltrán cuando llega allí para estudiar.
Fue ella la que les enseñó esta y otras palabras a estos chicos que desde hace un año son sus compañeros de clase.
Tras el breve saludo, el vestido blanco adornado con llamativos collares de Caribia se camufla rápidamente entre los uniformes azules de los otros alumnos que entran al salón.
Hoy inician la jornada escolar con matemáticas, la materia favorita de Caribia. Todos escuchan con atención el problema aritmético que la profesora les dicta, pero la joven de ojos marrones y cabello lacio se ve algo confusa.
“No me gustan los dictados, no entiendo”, explica Caribia en un escaso español. Su maestra vocaliza y repite varias veces hasta que finalmente la estudiante logra comprender el mensaje.
“Esto es algo de todos los días –explica Martha Díaz, profesora de Caribia– el idioma les cuesta mucho trabajo y a mí también porque no les entiendo, de hecho quiero aprender su lenguaje para poder explicarles y entenderlos mejor”.
En otro salón del colegio, la historia es un poco diferente. Kwariunnekun y Seykaria, de 5 y 3 años respectivamente, están terminando su jornada escolar en la zona de juegos.
Son las sobrinas de Caribia y, a diferencia de su tía, para ellas socializar y aprender español ha sido mucho más fácil.
“La integración al aula fue más sencilla para los chiquitos que para mí, porque ellos se las ingeniaban para comunicarse, yo no entendía mucho”, confiesa Janeth Cardona la primera profesora que tuvo a las pequeñas en su clase.
En la zona de juego todo es diversión y Kwariunnekun y Seykaria brincan y corren por todos lados con sus compañeras y compañeros. Tienen muchas amigas, una de ellas es María José, una niña de cabello ensortijado y ojos color miel.
“Ellas se llevan muy bien con todas y todos. Son la sensación. Tanto, que ahora todas las niñas quieren tener collares como los de Kwariunnekun y Seykaria”, dice la profe Janeth.
Adaptándose, no adaptándolos
Como Caribia, Kwariunnekun y Seykaria, 12 menores se han vinculado en el último año a este colegio de la localidad de Teusaquillo que no sólo los ha integrado a las aulas, sino que también ha tratado de aprovechar su presencia para intercambiar conocimientos.
“Desde que ellos llegaron siempre hemos respetado su cultura y sus costumbres, por eso no deben usar uniforme, por ejemplo”, explica Laura Martha Agudelo, coordinadora de la institución.
Todas estas intenciones son vistas con buenos ojos por Ruperto Chaparro, padre de Kwariunnekun y Seykaria, y cuñado de Caribia.
Este estudiante de la Universidad Nacional explica que para una persona perteneciente a una minoría étnica inscribir a sus hijos al colegio no es una decisión fácil, pues es latente el temor de que ellos olviden su cultura.
“En mi comunidad no están de acuerdo con mi decisión, pero yo pienso que mis hijas están en un buen proceso. Ellas no van a perder sus raíces, ellas van a adquirir conocimiento, para en un futuro poder competir en igualdad condiciones”, explica Ruperto, un convencido de que la educación entabla puentes donde antes existían barreras.
Integrando aulas y saberes
Esa interacción de saberes es lo que los expertos llaman “interculturalidad”, palabra a la que entidades como la Secretaría de Educación del Distrito y el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), le apuestan.
“Cuando se pregunta y se reconoce por la cultura del otro y no se ve como alguien inferior, sino como un igual, se generan procesos interculturales”, explica Jenny Paola Ortiz, integrante del proyecto de fortalecimiento en educación intercultural y educación indígena del Cinep.
Para Ortiz, este proyecto, que durante el mes de marzo llegará a 32 colegios del Distrito, “busca crear prácticas pedagógicas más diversas que fortalezcan y respeten el conocimiento de la identidad, de la cultura”.
En otras palabras: se trata de darle a maestras y maestros herramientas que les permitan entender y sobre todo aprovechar la diversidad de sus aulas de clases. “No se trata de asustarse – señala Ortiz – sino de aprovechar al máximo la cantidad de micromundos que se pueden encontrar en un aula”.
Según la Dirección de Inclusión e Integración de Poblaciones de la Secretaría de Educación del Distrito, 5.805 integrantes de minorías étnicas, entre indígenas, afrodescendientes, raizales y pueblo Rrom, se encuentran matriculados en el sistema educativo del Distrito.
Ellos hacen parte del programa de Educación Incluyente de los colegios oficiales de la ciudad, que le apuesta a escuelas diversas, libres de discriminación y con disposición para hacer de la diferencia un proceso enriquecedor de aprendizaje. Hay espacio para todos, desde los pequeños hasta los que necesitan ayuda extra para nivelarse y volver a la escuela.
La jornada escolar concluye en el Manuela Beltrán, y Caribia guarda su cuaderno en la mochila que tejió meses atrás en la Sierra Nevada de Santa Marta, el lugar que extraña y donde confluye la imponente naturaleza con la sabiduría indígena.
Bogotá no es la Costa Caribe colombiana, pero esta joven indígena la siente un poco más cercana cuando al despedirse un niño le dice “duz”, que en arhuaco significa “adiós”.
Estas palabras están siendo recopiladas en un diccionario que hasta ahora lleva 6 palabras, pero que la coordinadora Laura Martha espera aumentar para socializarlo con toda la comunidad educativa.
“¡Hola!”, dice Caribia días después en el colegio.
-¿Cómo van esos dictados?, le preguntan.
Caribia sonríe y mientras camina rumbo a su casa responde en un claro español:
“Mucho mejor, ya estoy entendiendo”.
Por Paula A. Fuentes
Fotos Julio Barrera