* Este texto contiene lenguaje explícito, si eres menor de edad, te recomendamos leerlo en compañía de tus papás o algún adulto de confianza.
Decía llamarse Ricardo Castro Muñoz, pero en realidad no sabré nunca si era su nombre.
Decía haber nacido en Cali, que era el tercero de cuatro hermanos, según él todos profesionales. Decía tener una esposa y dos hijos, la parejita. Había viajado por todo el mundo: Europa, América, Suramérica y varios países de Asia.
Decía haber llevado una vida llena de lujos y tener el privilegio de viajar a cuanta ciudad inimaginable. Quizás son muy pocos los que lo pueden afirmar.
Tal vez estos excesos y privilegios lo llevaron al consumo de drogas. En varias oportunidades me contaba que había consumido en los mejores hoteles del mundo. Aquel día hice una pausa y pregunté: ¿cómo putas estás en la calle?, ¿qué hace Ricardo Castro fumando basuco?
Un tipo que ha viajado por todo el mundo, que sabe qué es la buena vida, qué es tener una familia, un hogar, una cama dónde dormir y una profesión tan hermosa como es la aviación, hablar el idioma universal a la perfección, ¿qué putas haces aquí?
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Me relató que inició en el mundo del basuco en una fiesta en las habitaciones tipo suite del Hotel Tequendama. Allí, él y otros pilotos pasaban días enteros en los que el consumo de drogas y el sexo era en cantidades excesivas.
Comentó que a los pocos días pidió vacaciones porque su familia se encontraba en Europa, pues tenían una propiedad en Valencia, España. Allí todo estuvo tranquilo, pero cuando regresó al país, me cuenta, se encerró en un hotel del norte de Bogotá durante varios días y estuvo consumiendo basuco en cantidades.
La cantidad de dinero que ganaba se lo permitía, pues consumir basuco en esas cantidades llega a ser muy costoso. Mi amigo el piloto, desafortunadamente, se dejó tomar ventaja de esta droga, así como le ocurre a casi todos los adictos a este maldito vicio.
Llegó al Bronx después de varios años de consumo, se había convertido en un irresponsable. Ya no tomaba los vuelos que le asignaban en la aerolínea, su esposa le pidió el divorcio y se llevó a sus hijos. Ya no había, según él, razón para mantener al menos un poco de cordura ante su adicción.
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Se entregó al consumo total de todo tipo de sustancias psicoactivas. Cuando lo conocí ya llevaba varios años reciclando, me contó que nunca había robado. Nos volvimos amigos, amigos de consumo. En el mundo de las drogas, honestamente, no hay amigos de verdad; más bien ‘hermanos de dolor’, ya que él escuchaba mis penas y yo las suyas.
En ese ritmo duramos casi 25 días. Tanto él como yo preferíamos la soledad. Vivimos muchas aventuras juntos. Puedo decir que su tesoro más preciado era la insignia de la doble inicial en mayúsculas ‘AA’ que lo identificaba como piloto de aviación.
Durante los últimos días que compartimos, me di cuenta de que llamaba insistentemente a su hermano, quien se encontraba en Cali. Aquel día me dijo: “flaco, tengo ganas de dejar esta puta vida de mierda”. Yo me quedé en silencio, como si estuviera aceptando que no solo él sentía que teníamos que salir de ese infierno. Asentí y también pensé mucho en dejar la droga.
Un día antes de irse fumamos de manera desaforada, fueron muchas las dosis que compró, y ya siendo las 6 de la mañana me dijo: “salgamos y nos hacemos en el parque (Los Mártires)”.
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“Cuídese, usted es una gran persona y Dios lo tiene para grandes cosas. Busque ayuda”.
Lloré, lloramos, nos reímos. Como a las 9 de la mañana se parquea una camioneta blanca de gama alta frente al Voto Nacional. Se bajó una persona muy bien vestida y él me dijo: “flaco, llegaron por mí”. Yo le dije: “claro, marica, ya viene Papá Noel con sus renos”. Pero para mi sorpresa, quien se había bajado de aquella camioneta era su hermano.
Él señor grita: ¡Ricardo, hermano! Ambos corren y en medio de la calle se abrazan y lloran. Es un abrazo sincero, como quizás se ve solo en el amor de Dios, de la familia, de quienes en realidad nos aman.
Se quedaron mirándome. Me levanté de la acera en la que me encontraba sentado. Ricardo me presenta a su hermano, de quien claramente no recuerdo su nombre, y él me agradece por acompañarlo. Mi amigo, el piloto de American Airlines, me abraza fuerte y me dice: “Dios te bendiga hermano, aquí está mi número, y cuando quiera llámeme, ahí estaré para usted”.
Ricardo me deseó mucha suerte, se subió a la camioneta y se alejaron juntos del infierno.
Sentí alegría por él, por su hermano, por su familia. Pero al instante lloré de rabia y de dolor por no tener en ese momento el valor, como el piloto, de buscar a mi familia y dejar de una vez mi vida de consumo de drogas.
Hoy doy gracias a Dios por él y su familia, y por haberme dado la oportunidad de conocer una persona llena de valores que, como yo, por desgracia había caído en ese maldito vuelo sin retorno de la adicción.
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